El fin de semana pasado fuimos a Ixtapa. Estábamos invitados
a una boda. Con eso de que a los jóvenes les gusta ahora casarse en destinos
paradisiacos y complicarle la vida a sus allegados, pues ahí vamos.
Nos instalamos en el hotel y como buenos chilangos que somos
corrimos a la playa enfundados en nuestros bañadores y cubiertos por una
generosa capa de protector solar.
Ya en la playa me percaté de que nuestros vecinos bañistas
llamaban a sus hijos con nombres como “Kevin”, “Brian”, “Joana”, “Ashley” y
“Giovanna”. Miré a mi alrededor buscando rubios, europeos, tal vez. Pero no. A mi alrededor
sólo encontré familias que en su mayoría (luego lo supe por las conversaciones
que se escuchan sin querer) venían del vecino estado de Michoacán. Y no, no
había ningún Juan, ni Pedro, ni Ana ni María.
En la ociosidad propia del que no hace nada más que recibir
el sol, me cuestionaba: ¿Será Ashley López o Martínez? ¿Escribirá “Ashley” o
“Achli” o “Ashlee”? ¿Estará asentado en su acta de nacimiento Kevin Brian
Pérez Torres o Kevyn Bryan Pérez Torres?
He notado que el gusto por los nombres extranjeros va
acompañado del afán de modificar la ortografía buscando la máxima
“originalidad”. Así, cada vez que me veo en la necesidad de escribir nombres
como Lisette debo preguntar: ¿Con “s” o con “z”? ¿Una “z” o dos? ¿Con “th”?, ¿Ah,
doble “e” al final?”.
¿En dónde quedaron los nombres bíblicos, los de las
mitologías griegas y romanas, los de héroes y grandes pensadores, los nombres
en Nahuatl o los de flor? No, no escuché en esa playa que se llamara a ningún
Daniel o Sara; a ningún Héctor o Elena; ni a Benito o a Emiliano, ni mucho
menos a Rosa o a Xochitl.
¡Qué manera de complicarse la existencia! Si vieran las
largas filas que hay en el registro civil para corregir errores en actas de nacimiento, las dificultades que ocasionan certificados de estudio a los que
les faltó la doble “e” y los problemas para obtener pasaporte por exceso o
falta de dobles consonantes, optarían por llamarse Juan o Pedro o María.
Después de estas profundas reflexiones, tímidamente, casi
con vergüenza, llamé a mis hijos por sus nombres tan comunes y tan castellanos
con la seguridad de que entre las muchas faltas que me achacarán en sus futuras sesiones de terapia o psicoanálisis no estará el que les compliqué la vida con
un nombre exótico.