miércoles, 7 de noviembre de 2012

En la playa con Kevin, Brian y Ashley


El fin de semana pasado fuimos a Ixtapa. Estábamos invitados a una boda. Con eso de que a los jóvenes les gusta ahora casarse en destinos paradisiacos y complicarle la vida a sus allegados, pues ahí vamos.

Nos instalamos en el hotel y como buenos chilangos que somos corrimos a la playa enfundados en nuestros bañadores y cubiertos por una generosa capa de protector solar.


 Ya en la playa me percaté de que nuestros vecinos bañistas llamaban a sus hijos con nombres como “Kevin”, “Brian”, “Joana”, “Ashley” y “Giovanna”. Miré a mi alrededor buscando rubios, europeos, tal vez. Pero no. A mi alrededor sólo encontré familias que en su mayoría (luego lo supe por las conversaciones que se escuchan sin querer) venían del vecino estado de Michoacán. Y no, no había ningún Juan, ni Pedro, ni Ana ni María.

En la ociosidad propia del que no hace nada más que recibir el sol, me cuestionaba: ¿Será Ashley López o Martínez? ¿Escribirá “Ashley” o “Achli” o “Ashlee”?  ¿Estará asentado en su acta de nacimiento Kevin Brian Pérez Torres o Kevyn Bryan Pérez Torres?

He notado que el gusto por los nombres extranjeros va acompañado del afán de modificar la ortografía buscando la máxima “originalidad”. Así, cada vez que me veo en la necesidad de escribir nombres como Lisette debo preguntar: ¿Con “s” o con “z”? ¿Una “z” o dos? ¿Con “th”?, ¿Ah, doble “e” al final?”.

¿En dónde quedaron los nombres bíblicos, los de las mitologías griegas y romanas, los de héroes y grandes pensadores, los nombres en Nahuatl o los de flor? No, no escuché en esa playa que se llamara a ningún Daniel o Sara; a ningún Héctor o Elena; ni a Benito o a Emiliano, ni mucho menos a Rosa o a Xochitl.

¡Qué manera de complicarse la existencia! Si vieran las largas filas que hay en el registro civil para corregir errores en actas de nacimiento, las dificultades que ocasionan certificados de estudio a los que les faltó la doble “e” y los problemas para obtener pasaporte por exceso o falta de dobles consonantes, optarían por llamarse Juan o Pedro o María.

Después de estas profundas reflexiones, tímidamente, casi con vergüenza, llamé a mis hijos por sus nombres tan comunes y tan castellanos con la seguridad  de que entre las muchas faltas que me achacarán en sus futuras sesiones de terapia o psicoanálisis no estará el que les compliqué la vida con un nombre exótico.

martes, 13 de diciembre de 2011

Ambiente navideño


¡Por fin terminé la decoración navideña! Lo hice en etapas, durante varios días, a ratitos. Finalmente, ya está. El espíritu navideño llegó a mi casa. Ya está el árbol (que este año es un pino vivo en maceta) con luces, moños y esferas; los nacimientos (sí, varios, para que no se olvide el motivo), las velas con aroma a canela y manzana (que por alguna arbitraria razón se ostenta como el aroma de la temporada), las series de luces (LEDs, con menor impacto en el calentamiento global y en mi recibo de luz), los cojines con motivos navideños, los santacloses y los snowmans, las coronas y guirnaldas, las nochebuenas.  En fin, mi casa parece ahora un bazar.

Mi familia se muestra complacida, ambientada, lista para entregarse a los festejos, brindis e intercambios de regalos. Por mi parte, yo experimento la satisfacción del deber cumplido, pues resulta que además de ser educadora, cocinera,  psicóloga, enfermera, chofer, gerente de compras y de relaciones públicas, soy la decoradora de la familia, creadora de ambientes cálidos y seguros.

 En este asunto del ambiente navideño noto dos fenómenos:
  • Primero: premura, prisa, anticipación desmedida. Las tiendas se alistan a vender toda la parafernalia navideña ¡desde septiembre! Los papá Noel han tenido que cohabitar con las banderas tricolores; los pinos artificiales y las series de luces con fantasmas y brujas. En el super la venta de  pan de muerto y calaveritas de azúcar se traslapa con la de  maíz pozolero, dejando su espacio en los anaqueles apenas pasados los primeros días de noviembre a los panetones, fruitcakes y roscas de reyes.¡Pero qué manera de trastocar el tiempo, de apresurar las festividades, de acelerar las estaciones! ¡Nuncan le haga eso a una mujer que trata de vivir con dignidad su cuarta década! Me siento como Ursula Iguarán, a quién en Macondo, los años le parecían cada vez menos rendidores.

  • Segundo: exceso. La decoración navideña en las casas se ha convertido en una desenfrenada carrera que ha dejado a un lado la mesura y el buen gusto. Ya no basta el árbol, la corona, el nacimiento y unas velas. Parece que el imperativo es: “¡hay que ponerlo todo!”. Hoy podemos ver en cualquier casa o departamento juegos de iluminación y decoraciones que antes estaban reservadas a los aparadores de los grandes almacenes o a las plazas públicas. Es como si hubiera una relación directamente proporcional entre la ornamentación navideña y la felicidad que reina en esa familia. Así que nos lanzamos a colgarlo todo: luces, pingüinos, osos, duendes, ángeles, santacloses, muñecos de nieve, piñatas, vajillas, manteles, tapetes y  hasta esos grotescos inflables de Santaclaus en helicóptero o en trineo. No vaya a ser que los demás piensen que en esta familia no somos felices. No vaya a ser que nosotros mismos lo pensemos.  
Y como todos los excesos, este, el de la decoración navideña, pasa una factura. Esta se paga después del 7 de enero cuando quitar el árbol y los adornos navideños  y encontrarles un lugar en un closet o bodega se convierte en la peor de las crudas. Entonces nos decimos: “no lo vuelvo a hacer”.




martes, 1 de noviembre de 2011

¡Echenle flores!



¡Me encanta el camellón de Reforma! Si las penurias de mi chilanga vida me obligan a recorrer la ciudad desde Santa Fé hasta Polanco en medio de obras, peseros, transportistas y otras ñoras en camioneta, la posibilidad de hacer el trayecto siguiendo el curso de este camellón me compensa, me devuelve la calma, me llena los ojos de verde y de flores.



Claro, todo es lindo en este sector de la Miguel Hidalgo: las avenidas, las banquetas, las casonas impecables, los coches importados, hasta los guaruras y las muchachas de servicio que barren las banquetas lucen limpios y bien planchados. Así debería ser todo el DF.

Avanzar por Reforma en este tramo, ya sea a pie, corriendo, en bicicleta o en coche nos ofrece un placentero paisaje urbano. Reforma y su camellón son como el Malecón a Veracruz, como el Sena a París. ¿Exagero? Tal vez, pero me gusta.

Y no estoy descubriendo el hilo negro. Las autoridades de la ciudad y de la delegación lo saben, por eso lo cuidan e invierten en su mantenimiento y en su constante transformación. Porque el camellón de Reforma, igual que la Torre Eifel o el Empire State, cambia su atuendo para entonar con la época del año, con la estación y las fiestas.



Hace unas semanas, ejércitos de jardineros removían la vegetación verde-blanco-roja de septiembre para dar lugar a cientos o miles de matas de Cempasúchil. Y en lo que les estoy contando, ya estarán sustituyendo las flores amarillas por  nochebuenas, con sus aterciopeladas hojas rojas que vestirán de Navidad la ciudad y nos pondrán de ánimo para ir de compras o de posadas y haciéndonos más leves las terribles horas de tráfico decembrino.

Pasar a un lado de este río de flores me hace pensar que, a pesar de todo, vivo en una gran ciudad.

Sin embargo, cuando veo a los laboriosos jardineros arrancando  y plantado flores en cada cambio de estación o festividad, me pregunto: ¿Es correcto? Una ciudad, importante como el D.F., desde luego que tiene que invertir en su imagen, pero ¿debemos gastar tanto en cambios de flores cuando tenemos  necesidades básicas y apremiantes que atender?

Se me antoja lanzar un reto a los científicos botánicos y floricultores: desarrollar una especie (no le hace que sea transgénica) muy resistente, que dé durante todo el año flores en diferentes colores según la temporada, que mantenga siempre bien floreado el camellón de Reforma y otros jardines públicos y que nos permitan ahorrar para invertir en drenaje, pavimentación, vivienda, seguridad, etc.
¿Cómo ven?


miércoles, 19 de octubre de 2011

Domingo en bicicleta

El domingo acudí con mi familia a este ejercicio tan chilango del "Ciclotón".

El primer reto es llegar. Sí, pues no sólo se debe madrugar y hacer la talacha propia para instalar el "rack" y  subir las 4 bicicletas a la camioneta. Se debe dar con la ruta que no esté cerrada  por el propio "Ciclotón" o por alguna de las otras carreras que domingo tras domingo se celebran principalmente en la zona de Polanco-Chapultepec. No puedo quejarme, pues soy corredora y asidua a esas carreras, para las que pido comprensión, empatía y ofrezco, porqué no, una disculpa a todos aquellos a los que he impedido salir de su casa para llegar al aeropuerto, al hospital, al desayuno familiar o a misa de ocho (¿A dónde más se puede ir el domingo a esas horas?).

Una vez en Reforma, montados en nuestras bicis, emprendimos el paseo que siempre es muy recomendable. ¡Las avenidas y calles por las que hemos circulado cientos de veces parecen otras cuando se recorren a pie, corriendo o en bicicleta! Se ven, se sienten y se huelen diferentes.

No deja de sorprenderme que en esta ciudad hay multitudes para todo. Cuando uno cree que será uno de los poquísimos nerds que se levantan temprano para pasear por Reforma, resulta que hay tráfico de bicicletas. Cierto, la gran mayoría de los chilangos seguirían en esos momentos arropados en su cama y siguiendo las transmisiones televisivas de los Juegos Panamericanos, convencidos de que ver deportes es casi como practicarlos, por aquello de las neuronas espejo. Así que, al parejo de los viejitos (perdón, adultos en plenitud), los ñoños deportistas madrugamos y nos lanzamos  por montones a Reforma hasta el mismísimo Zócalo. En el D.F. las minorías son multitudinarias.



Esta minoritaria multitud debe complacer a Marcelo Ebrard. El esfuerzo por promover el ejercicio y replantear el uso de la bicicleta como un medio de transporte en la ciudad ha ganado terreno. Sin embargo falta mucho por avanzar, en infraestructura, en educación vial, en estructura mental.

Pues ahí tienen que ya en el primer cuadro de la ciudad nos desviamos de la ruta ciclista para hacer una merecida pausa y desayunar en "El Mayor", restaurante muy recomendable en la azotea de la librería Porrúa. El plan no podía ser mejor: ejercicio, buena comida en la cima de un edificio histórico con la incomparable vista del Templo Mayor y Catedral. Pero  no contamos con que en esta ciudad hay estacionamientos para autos, valet parking para autos, hay franeleros para autos, pero no para bicicletas. Despues de ir y venir entre los policías de la entrada, el responsable del estacionamiento y el responsable del restaurante, tuvimos que marcharnos con el estómago vacío y un palmo de narices, porque en el estacionamiento de la Librería Porrúa, se pueden estacionar coches, pero no bicicletas. Falta de visión comercial en un domingo de Ciclotón: las vías principales de acceso estaban cerradas a los automovilistas, así que en las próximas horas no andarían por ahí más que ciclistas y peatones.

Hambrientos y desilusionados decidimos ver el lado bueno de esta situación. Si ya estábamos ahí, podíamos entrar a la exposición del escultor Ron Mueck en San Ildefonso que apenas abría sus puertas y todavía no presentaba las grandes filas de las minorías multitudinarias que visitan museos.  ¿Y... las bicicletas?

Claro que el museo no tiene  espacio ni instalación alguna que permita estacionar las biciletas. En el centro las banquetas son muy angostas y pensar en encadenar 4 bicicletas a un poste significaría bloquear el paso. Cuando estábamos a punto de abortar el plan, fuimos salvados por los trabajos de remozamiento de este antiguo edificio. Sí, gracias a un aparatoso andamio que ocupa gran parte de la fachada, mi familia y luego otros ciclistas que siguieron nuestro ejemplo, pudimos encadenar nuestras bicis y disfrutar de la exposición.

Marcelo: ahí te encargo. Si queremos promover el uso de la bicicleta, comercios, restaurantes, museos y hasta las iglesias deben ofrecer facilidades para estacionarlas adecuadamente. Un nicho de mercado para franeleros y viene-vienes.